Por:
Reynaldo R. Espinal
El la noche del sábado 31 de octubre, en la Ciudad
de Santiago de los Caballeros, a la edad de 81 años,
cruzó el umbral del regazo eterno un gran ser
humano; un consagrado y prolífico Pastor; un eximio
humanista e intelectual: nos referimos a monseñor
Roque Adames Rodríguez.
Su faenar sacerdotal y Episcopal en el campo de la promoción
humana, la educación, la cultura, y muy especialmente
sus originales métodos pastorales para lograr
el ansiado “aggiornamento” o “puesta
al día” de nuestra Iglesia dominicana tal
como lo reclamaban el inolvidable Juan XXIII y el Vaticano
II le reservan un sitial de honor y principalía
en nuestra Historia Dominicana , y de manera singular,
en los anales de nuestra Iglesia Católica.
Desde muy temprano los padres formadores del entonces
Seminario Menor del Santo Cerro, donde cursó sus
primeros estudios sacerdotales, advirtieron en él
singulares dotes para el trabajo intelectual, razón
por la cual, después de finalizar su bachillerato
en Humanidades, lo enviaron a realizar estudios de Filosofía
a la benemérita Universidad Pontificia de Comillas,
en Santander, España, ilustrísima Universidad
Española tutelada con mano maestra por los Padres
Jesuitas. Fue allí donde trabó amistad
con Monseñor Arnáiz, otro egregio Pastor
y Humanista dominicano; de ambos me consta que se profesaron
siempre mutua admiración y una profunda y fraternal
amistad.
Su formación en Europa fue dilatada y con vocación
universalista. De España fue enviado a la famosa
Universidad Gregoriana de Roma, donde cursó sus
estudios especializados en Teología Bíblica
para trasladarse luego al Instituto Bíblico de
Jerusalén, donde se Doctoró en Estudios
Bíblicos. Era un sacerdote de mente Universal;
un consumado políglota que hablaba a la perfección
más de diez lenguas, incluido el árabe,
el arameo, hebreo, el latín y el griego.
Por lo antes dicho, no albergamos la menor duda de que
hasta la fecha ha sido el dominicano con mayor conocimiento
de las Sagradas Escrituras, y no creo una exageración
afirmar que conjuntamente con el también recordado
Padre Robles Toledano constituye el binomio de los dos
sacerdotes más cultos que ha producido hasta hoy
la Iglesia Dominicana.
Como él mismo confesará en 1976, al cumplirse
el décimo aniversario de su Ministerio Episcopal
como Obispo de la Diócesis de Santiago- hoy Arquidiócesis-
sólo por fidelidad a la llamada Divina trocó la
Cátedra universitaria por “la silla de montar
del Obispo”.
A su regreso de Roma, vivió y padeció los
estertores de la Tiranía; desaparecido el sátrapa
se involucró con ardor indecible, desde la cátedra,
en el apoyo al Movimiento Renovador, que en nuestra universidad
estatal procuraba introducir nuevos vientos en la investigación,
el pensamiento y en la transformación curricular
después de 31 años de asfixia moral e intelectual;
hoy muchos de quienes fueron sus alumnos ocupan y han
ocupado posiciones destacadas en nuestra vida cultural,
social y política y me consta que han ostentado
siempre con indecible orgullo su discipulado de este
eminente sacerdote, hoy extinto.
Comprendió como pocos los enormes desafíos
que sobrevenían con el Vaticano II y la impostergable
necesidad de que la fe se hiciera vida en medio de las
realidades sociales, culturales y políticas. Ahí están,
por tanto, sus inmarcesibles aportes en proyectos que
hoy perduran y que su mente fecunda concibió o
contribuyó a dar aliento: El Plan Sierra, la Pontificia
Universidad Católica Madre y Maestra, la Plaza
de la Cultura de Santiago, la Asociación para
el Desarrollo De Santiago, entre otros no menos relevantes.
Pero su más original aporte Pastoral a la Iglesia
Dominicana lo es, sin dudas, su promoción de los
Ministerios Laicales, muy especialmente de los “Presidentes
de Asamblea”, laicos de fe probada y demostrado
compromiso familiar a quienes se le encomienda la tarea
de convocar la comunidad, predicar la palabra y distribuir
la Eucaristía, sobre todo en aquellas comunidades
donde por falta de tiempo o la distancia el sacerdote
no puede llegar con la frecuencia deseada.
A este respecto se comenta que tal fue la favorable impresión
que causó al entonces Papa Pablo VI al serle expuesta
por Monseñor esta original idea, en el marco de
la visita “Ad Limina” de los Obispos dominicanos,
que rompiendo todas las previsiones del Protocolo Pontificio
en tales circunstancias, le dedicó más
del doble del tiempo programado en audiencia, ávido
de conocer con lujos de detalles los alcances de esta
original iniciativa pastoral dominicana.
Muchos otros aportes pueden resaltarse de este gran Obispo
y Humanista, hoy extinto. Sé de la proverbial
modestia que le adornada y de su visceral rechazo a los
homenajes; creía a pie juntillas en la humildad
sacerdotal y en el Ministerio como servicio, por lo que
muchas veces se le escuchó decir que en la “…Iglesia
no existen cargos sino cargas…”.
Seguros estamos que ha recibo ya el único galardón
por el que luchó y trabajó y que explica
su gran vocación de amor y servicio a la Iglesia
y la Patria: ¡La Vida Eterna!
¡ Paz a sus restos!
Tomado de: Periódico Hoy
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