Sabía que sucedería. Viejos rumores me hacían
vivir presintiéndolo desde mucho tiempo atrás.
-De momento –me decía-, se le incendian los hábitos.
Y le ardieron en lentas exhalaciones.
Fue una noche clara como mirada de niño, en una terraza pequeña,
silenciosa, flotante, con el aliento del mar sobre las cuatro. Porque
éramos cuatro mujeres en cuatro torres de aire. Oíamos
música. La música de Liszt y la nuestra, la que cada
uno de nosotros lleva en la sangre, únicamente audible a
nuestro propio pulso. A veces-muy raras veces, casi nunca- la inquietud
de alguien se inclina sobre la música subcutánea,
la que nadie oye, y allí se queda diluyéndose en una
armonía angustiante.
Cuando apagaron las luces, la terraza se puso a flotar en la inmensa
pupila azul de la noche. Salían las notas del estudio...
Una sonata...
De pronto un filo agudo de luz cortó el aire de mi torre
y comencé a oscilar, a punto de romperme, los ojos bebiendo
existencia en la ventana iluminada.
Era una ventana abierta de un tajo en el espesor colonial de la
pared, hueco híbrido entre ventana y tragaluz invertido,
de cuyo derrame exterior resbalaba a chorros la claridad. Allí
estaba. Lo esperaba, como se espera lo que no ha de fallar. El torso
inverosímilmente desnudo vino a la ventana y dilató
los pechos.
-¿Listo?-preguntó una voz varonil desde fuera.
-Sí –contestó-, pero un momento todavía:
es mi hora de amar.
Y se volvió. Era su hora, como todas las horas de su vida
atormentada. ¡Cómo si un redondel en los cabellos fuera
bastante para encasillar una vida, toda una larga vida de hombre
velludo!.
De espaldas a la ventana y al destino, extendió los brazos.
Pero yo no quería penetrar tanto en su pecado ni en su muerte.
Iba a suceder. Íbamos a incendiarnos.
La emoción me retiró los ojos de aquella herida blanca.
Hubo un temblor en el cielo. A pasos lentos comenzaron a descender
las estrellas, se alargaron poco a poco en una caída vertiginosa,
todas en una lluvia larga, interminable, sobre la tierra.
Cerré los ojos acatando lo inexorable, el cuerpo traspasado
de estrellas. Sin mirar sabía que en la ventana colgante
en la atmósfera luminosamente callada enrojecía una
sotana a la que había llegado su hora.
Un relumbrón me quemó los párpados.
Frente a mí acababa de encender un cigarrillo la más
trigueña de las cuatro. Ahora contemplaba el mohín
burlón del fósforo ardiendo entre sus dedos.
-Eso es dinero –comentó.
Pero yo lancé una exclamación.
La
ventana había desaparecido.
Allí, entre los mangos del solar, permanecía la vieja
casa colonial. Pero la pared estaba ciega, sin ventana ni tragaluz
ni hueco híbrido.
-Parece que se fue la luz de la calle –apuntó Merilinda-.
No se ve un solo foco encendido.
-Es una lástima –lamenté-. Fueron los ojos de
lechuza lo que iluminaron la tonsura del Padre.
-Mejor-dijo la del cigarrillo-. Ahora estamos verdaderamente solas
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