Me
avisaron temprano la muerte de doña Clotilde. La noticia
desató paulatinamente los recuerdos de mi época estudiantil.
Unos tras otros revivía con una dulzura luminosa de adolescente
feliz. Doña Clotilde, la madre espiritual de toda una generación,
la mía. La generación siguiente, constituida por un
material humano menos impresionable, más escurridizo, con
medio cuerpo fuera de las límpidas aguas de los valores tradicionales,
no vivió admirativamente bajo sus alas de gran educadora.
Pero también la quisieron.
Doña Clotilde había muerto súbitamente, sin
enfermedad ni agonía. Dijo Buenas noches como de
costumbre antes retirarse a su habitación y amaneció
con los ojos cerrados para siempre.
Estaba sumida en la contemplación de su plácido rostro
cuando una voz susurró junto a mi oídos: Parece
dormida.
Al volver la cabeza me encontré con alguien desconocido.
-Sí –asentí, alejándome del féretro
para sentarme en una de las pocas sillas aún desocupadas.
A mi lado se instaló la misma persona del comentario.
-¡Cuántos años sin vernos, Teresita!
Mi expresión interrogante la hizo vacilar un segundo pero
prontamente agregó: -¿Es posible que no te acuerdes
de mí? Asistíamos a clase sentadas en el mismo pupitre.
Yo te reconocí en seguida.
¡Dios! Si ésta es Manuela está vuelta un
carrao.
-¡Ah, ya!..........Dispénseme, la impresión
de su repentino fallecimiento me tiene aturdida.
-Hola, Teresita-Saludaron a un tiempo dos recién llegadas.
La de hombros más cargados aseguró que en la funeraria
estábamos todas presentes. Las miré condolida: Estebanía
de cutis rizadito en el que no le cabía más arrugas
y Carmela, que aún conservaba algo de su rozagante juventud,
lucía el cabello ralo, fino como pelusa, teñido descaradamente
de rojo y hacía esfuerzos ridículos para disimular
la flacidez de los párpados.
El oficio religioso comenzó en ese momento. Lo que aproveché
para cerrar los ojos en busca de la serenidad que había perdido
ante el triste envejecimiento de mis condiscípulas. No quise
ir al cementerio. Me dolía el alma. Además me desazonaba
la idea de otro saludos deprimentes. Decidí caminar un rato
bajando por la Avenida A. Lincoln hasta tomar un carro público.
Sol. Aire libre. Sentí la satisfacción de mi juvenil
madurez, disfrutaba de su sano vigor sin lograr explicarme la desgracia
de mis ex compañeras.
En el concho pagué con un billete de $1.00.
-Mire, mamita –dijo el chofer al tiempo que doblaba su brazo
derecho hacia atrás con el cambio en puño cerrado.
Me habla a mí, pensé no cabe duda porque los otros
pasajeros son hombres.
Mire, mamita.
El confianzudo tratamiento me tiró los años a la cara.
Mamita. Una viejita de pasito trotón, vocecita quebrada
y hasta su piragüita bajo el brazo para sol demasiado fuerte
o lluvia inesperada, se aposentó en mi dolida imaginación.
Si lo decía por mi pelo gris, debería saber que el
color de los cabellos no siempre corresponde a la edad de la persona.
¡ Ignorante!
Manuela, Estebanía, Carmela y las otras que evité
ver de cerca, viejas todas, pero yo... yo...
Teresita, la vida no avanza en vano. Tú también, como
ellas.
Digería mal la advertencia de aquella voz extraña.
El frenazo ante el semáforo nos zarandeó a todos.
Desde el retrovisor me observó una imagen de expresión
desencajada y ojos de pavo-cagón. Devolví la mirada
con el sobresalto de quien se siente sorpresivamente amenazado.
Mire mamita. ¡Ooh, no...! Me resistía. No iba yo a
dejarme sugestionar por un chofer irrespetuoso y un espejo ordinario
de concho destartalado, La duda, empero, comenzó a perforar
mi resistencia. ¡Maldito espejo! Los altos del vehículo
en los agujeros de las vías acabaron por vencerme. Apretujada
entre hombres, bajo la mustia mirada de aquellos ojos de pavo-cagón
que me abofeteaba el rostro atontado por la súbita revelación
de los años olvidados, sin ínfulas ya, penetré
penosamente e el sendero gris del invierno de mi vida.
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