El
hombre se detuvo en el centro de la calle ardiente de sol aquel
mediodía de agosto. Miró en redondo y gritó:
-¿hay alguien vivo aquí?
Nadie contestó, pero él sintió el tumulto
silencioso de las miradas que se colaban a través de las
personas entornadas.
-Viene de lejos –susurró Eusebia en un soplo-. Fíjate,
María, ¿no será un fugitivo?
-A lo mejor.... Su facha no me gusta.
-Prieto con ojo verdes, no es tipo de aquí. ¿Qué
andará buscando?
-Si sigue ahí se le va a derretir la sesera.
-¡Por mí....! Yo no le abro.
-Dejen la chercha, que las va a oír-gruñó Fico-.
Ese hombre da grima de sólo verlo parado en el vaporizo del
aire.
-¡Vamos! ¡Respondían! Solamente pido posada hasta
la madrugada........
Avanzó hacia la casa de enfrente. Las persianas se cerraron
defensivamente.
-Por favor, sólo hasta la madrugada- insistió aporreando
la puerta.
-Ábrele, Marianela –ordenó una voz de hombre-.
Que entre.
-Pero.....
-Dije que le abrieras.
El forastero vaciló en la penumbra de la vivienda, momentáneamente
entorpecida su visión por el deslumbramiento del sol de afuera
que traía en las pupilas. A fuerza su parpadeos pudo distinguir
al hombre en la silla de ruedas.
-Gracias... si no descanso unas horas no podré llegar a Loma
Alta.
-¿Loma Alta? ¿A la hacienda de don Basilio?
-Sí, soy el nuevo capataz. ¿Usté lo conoce?
-Allá tuve el accidente.
-Lo dijo sin emoción, clavada la mirada en el visitante que
se aliviaba la espalda del peso de la mochila, y agregó:
-Más polvo no le cabe encima, amigo, ¿por qué
viene a pie?
-Se dañó la guagua en el cruce de los dos caminos.
Allá los dejé varados , pero yo tengo prisa, debo
presentarme en Loma Alta a las ocho de la mañana.
-Como se marchará en la madrugada puede ocupar el cuarto
de mi cuñado por esta noche.
-Si quiere refrescarse –dijo la mujer, cerrando la puerta
al quemante resplandor del sol-, hay agua en la tina del patio.
-Enséñale el camino, Marianela.
Una vecina de la acera opuesta atravesó la calle, braceando
en el fuego solar que la obligaba a abrir la boca para expeler el
que había inhalado por la nariz.
-¡Eusebia! ¡María! –llamó apresurada.
-¿Qué pasa, Angelina?
-Vicente Pedrea le abrió la puerta al hombre ése.
-Ya nos dimos cuenta.
-Pero, ¿se imaginan que sea un criminal?
-Si lo es, se lo buscó Vicente por confiado. Quiera Dios
que la víctima no sea la pobre Marianela.
La
medianoche encontró a Marianela con lo ojos abiertos. A poco
de acostarse la había asaltado aquel pensamiento acosador
que interminables meses de contención habían mantenido
a raya en lo más hondo de su ser. Ahora lo sentía
rebullir como una dentera agridulce por todo el cuerpo. Desvelada
junto al sueño apacible de su marido, se debatía en
la urgencia de ganarle tiempo a la madrugada. El pánico del
vuelo de las horas la deslizó de la cama. En el otro aposento
la puerta estaba sin pestillo. Marianela observó, aguzando
la vista, al hombre dormido en la sombra. Iba ya a tocarlo cuando
el fluido de su presencia lo despertó.
-¡Ah....! ¿Por qué tardaste tanto en decidirte,
eh? Yo sabía que ibas a venir, por eso dejé la puerta
junta. Ante el silencio embarazado de Marianela, explicó:
-Es que una mujer no aguanta mucho tiempo la falta de un macho.
Tú necesitas uno, lo vi en tu mirada cuando me lavaba en
la tina. Ven, acércate más.... Eres buena hembra –apreció,
atrayéndola de un zarpazo sobre su cuerpo desnudo.
Octubre llegó con su cargamento de chubascos. Algunos, los
descargaba con furia sobre el polvo callejero en desbandada. Otros,
los dejaba caer plácidamente como un padre afectuoso que
de antemano se regocija con la buena cosecha de sus hijos.
Eusebia, que siempre estaba al acecho de las novedades del vecindario,
llamó a la prima María.
-¿No le encuentras nada raro a Marianela? En estos días
trabaja cantando, barre que barre la acera de su casa aunque esté
lloviznando, sin parar de canturriar.
-Ayer cantó a todo pulmón.
-Unjú....Yo creía que la desgracia de su marido le
había matado la alegría de vivir.
-Tal vez no esté tan lisiado........... tal vez.........
-Nada, requetenada, María. El pobre vicente, tan machote
antes, ya no tiene componente. Todo el mundo sabe que se malogró
para siempre.
Fico entró zarposo, de buen humor.
-Da gusto ver a Marianela -comentó sacudiéndose los
pantalones.
-¡Fico! –gritó Eusebia-. ¡No sigas sacudiéndote
como perro mojado, que lo salpicas todo!
-Pues a limpiarlo cantando, hermana. ¡Ah! Si yo tuviera menos
años bailara bajo la lluvia.
La vida había cambiado. La vivía saboreándola
día a día, infinitamente paciente, sin importarle
la sonrisita de Fico, de Angelina o de cualquier otro vago de la
vecindad. Era su secreto, su precioso secreto, que hasta hoy no
había compartido con nadie, ni siquiera con su mujer. Amaneció
tarde porque llovía suavemente. Vicente suspiró. Se
sentía estupendamente bien dentro de la casa mientras afuera
se escurrían del cielo los últimos hilos de agua antes
de Navidad. Cuando la llamó Marianela terminaba de preparar
el desayuno.
-Marianela,
ven acá un momento, ¿quieres? Sonrió.
-Quítate la bata.
Sorprendida, retrocedió unos pasos.
-Desnúdate, Marianela.
-¿por qué me lo pides?
Hacía la pregunta con los ojos entornados, buscando el motivo
en la expresión expectante de su marido.
-Desnúdate.
Se engalló desafiante. Vicente impulsó su silla de
ruedas lo suficiente para alcanzar el lazo de la banda.
-No, lo haré yo.
Y lo hizo con gesto altivo dejando caer la bata lentamente a sus
pies. Allí estaba desnuda ante los ojos rebosantes se ternura
de su marido. Tras un segundo de silencio, Vicente, acariciando
la tersa redondez del vientre, preguntó:
-¿Te lo hizo él?
El tono suave de la voz disipó la aprensión de marianela.
-Vicente.....perdóname, yo no quise... no quería....
-Marianelita querida, no me pidas perdón. Yo no dormía
cuando te levantaste aquella madrugada. Pude haberte detenido, pero
era lo menos que podía hacer mi amor por ti.
Presa de intensa emoción, Marianela apretaba la cabeza de
Vicente contra su vientre fecundado.
-Amor mío –murmuró él-, ahora seremos
felices porque nuestro hijo estará con nosotros.
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