Hacia
Ti, Señor No
basto el pasivo acatamiento. Cumplirá el rito prescrito.
Acudirá al templo a presentar su hijo unigénito
y purificar su carne santificada. ¿Pero por qué las
palabras que ha pronunciado el anciano enriquecido con el don
de profecía? ¿Cómo podría ser el
Esperado “piedra de contradicción?” Era
la espada que había de atravesar su alma de madre santísima.
Hoy
qué habré de pedirte, sino que amanezca
en mi oscuridad tu luz; que tu muerte, que estremeció la
tierra y oculto de los cielos el sol, se torne en límpido
fulgor. Acuérdate, Señor que nos allegaste a
Ti para hacernos herederos de tu paz: “Mi paz os dejo,
la paz mía os doy”. Si tu muerte fue resurrección,
resucítanos, y te ofrendaremos lo más preciado
de nuestra vida. Que tu corazón no descanse mientras
resten en la tierra almas que no hayan colmado tus anhelos
de darnos sin medida tus tesoros de misericordia.
Tu
amor y tu dolor, siempre presentes, nos han tornado atentos,
vigilantes. Nuestras
puertas te aturdan abiertas. No tardes,
Señor. Escribe nuestros nombres en tu cielo. Que tu
alma nos santifique, que tu sangre nos embriague y nos quite
la memoria de todo lo que no eres Tú. Hijos de Rey,
herederos hemos de ser tu Reino. Alma mía, espera confiada
ya se acerca el triunfo; ya se perciben los cánticos
angélicos; ya vivimos el prodigio nunca antes soñado,
nunca jamás presentido. Preservaste los maravillosos
anuncios en la celda secreta de tu corazón.
Antes
que el mundo fuera, ya existíamos para el Amor
inefable, para el Amor incomprendido ¡Oh Soberano Señor!
Antes de poder palpar nuestra propia existencia, éramos
tuyos. Si los secretos de la naturaleza nos asombran, si el
misterio que vive en el hombre, como una molécula del
Dios infinito, nos causa vértigo, ¿Cómo
podremos penetrar en tu impenetrable grandeza? Date a conocer
señor, muéstrate a nosotros, musita tus palabras
de vida, despierta los débiles sentidos de nuestra alma. ¡Mírame
por fin rendida, abrazada a tu cruz!
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