Escritos
Escritos de y sobre Cardenal Octavio Antonio Beras Rojas
(Disponibles en Texto Completo)

 

Discurso en la investidura de Dr. Honoris Causa. Universidad Católica Madre y Maestra
17 de noviembre de 1979.

 

Autoridades Académicas,
Universitarios todos,

Señoras y Señores:

Dos graves dificultades me salen al paso al comenzar estas breves palabras: dar gracias personales a esta Universidad, en vez de recriminarla, por concederme un honor sin justa razón, y darle gracias, en nombre de los demás, por voluntad expresa de ellos, que, si, son merecedores del honor que se les tributa. Sus justos Meritos los hemos escuchado en la resolución ponderada de esta Universidad, corta aún en años pero larga ya en servicios a la comunidad nacional.

En mi caso voy a hacer que no he oído el abultamiento de ciertos hechos o dimensiones de mi vida, para aceptar así, sin escrúpulos graves, la distinción académica que me ha sido conferida y me voy a fijar exclusivamente en una alusión explicita a mi prolongado servicio sacerdotal por todos los rincones de la Patria.

Como ya he repetido públicamente, en varias ocasiones solemnes, lo único que, en mi vida, he pretendido siempre, es ser sacerdote, sacerdote siempre, sacerdote en todo, solo sacerdote.

A este propósito, tiene para mi un especial significado –mitad gozo mitad nostalgia- recibir en esta hidalga ciudad de Santiago de los Caballeros este respaldo calido a una larga vida de afanes sacerdotales.

En esta ciudad estrené yo mi sacerdocio y en ella me concedió Dios – la única vez en mi vida- dedicarme exclusivamente a la labor directamente sacerdotal y pastoral.

Ahí, en el asilo de los ancianos y en el colegio del Sagrado Corazón, viví yo y desde ahí pude irradiar mi trabajo sacerdotal, con ilusión y satisfacción, guardando en mi espíritu un poso hondo de reserva y gozo, que me ha estimulado, sin cesar, en los tiempos placidos y en las coyunturas difíciles de mi servicio a Dios, a la Iglesia y a los hombres.

En el común reconocimiento de hoy afanes diversos de varios hijos de una misma Patria subyace una tesis profunda que es obligación mía, ahora, explicitar y desentrañar: la mutua complementariedad e interrelación de diversas dimensiones de la vida nacional que fundamentan y facilitan el progreso ininterrumpido de los pueblos.

Las letras, la educación e instrucción, la Información y formación, la gestión del bien común y la autentica religión –ni diluida en mero humanismo ni deshumanizada en mítico teismo- mutuamente se reclaman, fecundan y potencializan en beneficio del hombre.
Nuestra Historia Patria es argumento irrebatible y testimonio elocuente de ello.

Gracias a esto, los periodos obscuros nuestros no lograron nunca imponerse definitivamente y perpetuarse.

Desventurado el pueblo que apaga la luz de las letras; que descuida la educación e instrucción de sus hijos; que corrompe y envenena las fuentes de la información y perturba los criterios rectos del hombre; que invierte y pervierte el orden social; y que proscribe, asfixia, desvirtúa o mixtifica la Religión.

El hombre –los hombres vivientes y concretos-, que debe ser la pasión ardiente de todo hombre en la comunidad humana, será siempre el que sufrirá las tristes consecuencias en su dignidad soberana, en su desenvolvimiento normal y en su perfeccionamiento, personal y social, conculcado o traicionado por la malicia o la indolencia del mismo hombre. Triste posibilidad del hombre.

No se me escapa que, en mi persona y en mi servicio, se ha querido, sobre todo premiar la labor multisecular de la Iglesia en esta tierra.

Esta labor la pregonan muy alto figuras señeras de nuestra historia como Fray Ramón Pane, Córdoba, Montesinos, Fray Bartolomé de las Casa, Alonso de Fuenleal, Alonso de Fuenmayor, etc.

Con justicia y verdad, uno de los aquí presentes hoy, pudo pregonar, con acento épico, en la encumbrada tribuna de las Naciones Unidad, lo siguiente: “Fue precisamente en la primogénita de las hijas de España, en el Viejo solar de Santo Domingo de la Española, donde se discutió, por primera vez en la tierra, el tremendo problema de la libertad del ser humano, que es la mayor conquista y el hecho político de mayor significación en el curso de los primeros veinte siglos de la era cristiana… Fue, pues, en Santo Domingo donde por primera vez se afirmo por boca de un ilustre precursor de los grandes teólogos españoles del Renacimiento, el derecho de todo hombre inclusive del aborigen de América, todavía al margen de la civilización, a disfrutar de prerrogativas que se juzgaron esas afirmaciones, solemnemente proclamadas desde la cátedra del Espíritu Santo en una ermita ignorada de la Isla Española, se inicio la mas trascendental controversia de la Historia.” (Dr. Joaquín Balaguer, 2 de octubre de 1961).

Otro de los aquí presentes hoy, Nuestro Honorable Señor Presidente, pudo, también, con voz emocionada y legitimo orgullo, dar la bienvenida al Papa Juan Pablo II, en si histórica e imborrable visita a estas tierras, con estas expresivas y veraces palabras: “Tuvimos la dicha para la cimentación de nuestra gran fe y para darle forma y vigor a los derechos inherentes al ser humano, de contar con grandes luchadores de enorme sensibilidad humana y ardiente espíritu evangelizador… Siguiendo las predicas humanitarias de aquellos que vinieron del Viejo Continente con la cruz y el evangelio a salvar las almas de nuestros primitivos pobladores, e inspirada en las sabias orientaciones de los sucesores de San Pedro, la Iglesia Dominicana ha estado siempre donde brilla la justicia y se fortalecen los derechos humanos”. (Don Antonio Guzmán, 25 de enero de 1979).

Y así es. Ya en tiempos de soberanía nacional pregonan la labor de la Iglesia en la patria hombres como Portes e Infante, Meriño, Nouel, Padre Billini, Castellanos y tantos otros, héroes anónimos en los anales de la historia, que han sido fermento eficaz de nuestro pueblo y estimulo incesante de sus gestas y proezas.

Los dominicanos no podemos olvidar que los Fundadores de la Trinitaria hicieron su juramento en nombre de la Santísima, Augustísima e Indivisible Trinidad, y que el mas limpio, inspirado y férvido de Nuestros Padres de la Patria, Juan Pablo Duarte, se expresó así en la histórica fecha del 16 de julio de 1838; “La Cruz blanca de nuestra bandera proclama al mundo que la Republica Dominicana ingresa a la vida de libertad bajo el amparo de la civilización y del cristianismo”.

Bajo el halito de la Iglesia y como expresión cabal de sus anhelos y metas, surgieron entre nosotros escuelas, universidades, hospitales, centros de promoción y mecanismos de asistencia social y nunca han faltado adalides de la justicia y defensores insobornables del hombre contra el hombre y del hombre contra los poderes institucionales o estructurales, abusivos o injustos, de la sociedad.

La paternidad divina universal, la fraternidad humana fundamentada en ella y el diseño divino de todo hombre, “imagen y semejanza de Dios”, dominador progresivo, de la naturaleza al servicio del hombre y Señor siempre, nunca esclavo de nadie ni nada (ni aun de si mismo ni aun de la caducidad temporal y terrestre), que proclama, la Iglesia como punto central de su mensaje, posee una profundidad insospechada y tiene unas proyecciones inconmensurables.

Donde haya una cadena que romper, allí deberá estar y estará la Iglesia.

Siempre que haya que encender una luz poderosa sobre el hombre –sobre su origen, destino o dignidad, allí deberá estar y estará la Iglesia.

Si la Iglesia es fiel a si misma, solamente podrán hablar de ella en términos de alineación o intromisión indebida, los que la desconozcan totalmente o la quieran destruir o amordazar para delinquir contra el hombre impune y villanamente.

El camino del cielo para el hombre, según la Iglesia, pasa por los caminos de la tierra. Y estos caminos deben ser andados con laboriosidad y responsabilidad, con solidaridad fraternal, con justicia y equidad, y con amor, en espíritu de adoración y fidelidad a Dios.

No queremos, sin embargo, decir con todo esto que la acción de la Iglesia, bajo la responsabilidad, frágil y débil, de los hombres, no haya tenido entre nosotros sus claudicaciones y sus parpadeos.

Pero fue siempre eso, fragilidad, debilidad y traición del hombre, jamás, caducidad o insuficiencia de la Iglesia.

La Iglesia, depositaria del misterio de Cristo y animada por la fuerza de lo Alto, tiene siempre vida y fuerza nueva. Y cuando sus servidores son fieles a ella, resulta defensora, promotora y dignificadota del hombre.

Nos lo ha recordado el Papa Juan Pablo II en su Encíclica “Redemptor Hominis”: “La Iglesia no puede abandonar al hombre, cuya suerte, es decir, la elección, la llamada, el nacimiento y la muerte, la salvación o perdición están estrecha e indisolublemente unidas a Cristo. Y se trata precisamente de cada hombre de este planeta en esta tierra que el Creador entregó al primer hombre, diciendo al varón y a la mujer “henchid la tierra y dominadla”… El hombre en la plena verdad de su existencia (de sus ser personal y a la vez de su ser comunitario y social) es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión. Es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo y camino que arranca directamente del Misterio de la Encarnación y de la Redención”. (Redemptor Hominis, Num. 14)

Una Iglesia dominicana así es la que esta siendo hoy reconocida y honrada aquí.

Una iglesia así es la que quiere ser nuestra Iglesia dominicana en el futuro: Servidora fiel de Dios y servidora fiel de los hijos de esta tierra bendita, protegida siempre por el amor solícito e inagotable de Nuestra Madre, la Virgen de la Altagracia.

He dicho.

Cardenal Octavio A. Beras
Arzobispo Metropolitano de Santo Domingo.