Discurso
en la investidura de Dr. Honoris Causa. Universidad Católica
Madre y Maestra
17 de noviembre de 1979.
Autoridades
Académicas,
Universitarios todos,
Señoras y Señores:
Dos
graves dificultades me salen al paso al comenzar estas breves
palabras: dar gracias personales
a esta Universidad, en vez de
recriminarla, por concederme un honor sin justa razón, y
darle gracias, en nombre de los demás, por voluntad expresa
de ellos, que, si, son merecedores del honor que se les tributa.
Sus justos Meritos los hemos escuchado en la resolución
ponderada de esta Universidad, corta aún en años
pero larga ya en servicios a la comunidad nacional.
En
mi caso voy a hacer que no he oído el abultamiento de
ciertos hechos o dimensiones de mi vida, para aceptar así,
sin escrúpulos graves, la distinción académica
que me ha sido conferida y me voy a fijar exclusivamente en una
alusión explicita a mi prolongado servicio sacerdotal por
todos los rincones de la Patria.
Como ya he repetido públicamente, en varias ocasiones solemnes,
lo único que, en mi vida, he pretendido siempre, es ser
sacerdote, sacerdote siempre, sacerdote en todo, solo sacerdote.
A este propósito, tiene para mi un especial significado –mitad
gozo mitad nostalgia- recibir en esta hidalga ciudad de Santiago
de los Caballeros este respaldo calido a una larga vida de afanes
sacerdotales.
En esta ciudad estrené yo mi sacerdocio y en ella me concedió Dios – la única
vez en mi vida- dedicarme exclusivamente a la labor directamente
sacerdotal y pastoral.
Ahí, en el asilo de los ancianos y en el colegio del Sagrado
Corazón, viví yo y desde ahí pude irradiar
mi trabajo sacerdotal, con ilusión y satisfacción,
guardando en mi espíritu un poso hondo de reserva y gozo,
que me ha estimulado, sin cesar, en los tiempos placidos y en las
coyunturas difíciles de mi servicio a Dios, a la Iglesia
y a los hombres.
En el común reconocimiento de hoy afanes diversos de varios
hijos de una misma Patria subyace una tesis profunda que es obligación
mía, ahora, explicitar y desentrañar: la mutua complementariedad
e interrelación de diversas dimensiones de la vida nacional
que fundamentan y facilitan el progreso ininterrumpido de los pueblos.
Las letras, la educación e instrucción, la Información
y formación, la gestión del bien común y la
autentica religión –ni diluida en mero humanismo ni
deshumanizada en mítico teismo- mutuamente se reclaman,
fecundan y potencializan en beneficio del hombre.
Nuestra Historia Patria es argumento irrebatible y testimonio elocuente
de ello.
Gracias a esto, los periodos obscuros nuestros no lograron nunca
imponerse definitivamente y perpetuarse.
Desventurado el pueblo que apaga la luz de las letras; que descuida
la educación e instrucción de sus hijos; que corrompe
y envenena las fuentes de la información y perturba los
criterios rectos del hombre; que invierte y pervierte el orden
social; y que proscribe, asfixia, desvirtúa o mixtifica
la Religión.
El hombre –los hombres vivientes y concretos-, que debe ser
la pasión ardiente de todo hombre en la comunidad humana,
será siempre el que sufrirá las tristes consecuencias
en su dignidad soberana, en su desenvolvimiento normal y en su
perfeccionamiento, personal y social, conculcado o traicionado
por la malicia o la indolencia del mismo hombre. Triste posibilidad
del hombre.
No se me escapa que, en mi persona y en mi servicio, se ha querido,
sobre todo premiar la labor multisecular de la Iglesia en esta
tierra.
Esta labor la pregonan muy alto figuras señeras de nuestra
historia como Fray Ramón Pane, Córdoba, Montesinos,
Fray Bartolomé de las Casa, Alonso de Fuenleal, Alonso de
Fuenmayor, etc.
Con justicia y verdad, uno de los aquí presentes hoy, pudo
pregonar, con acento épico, en la encumbrada tribuna de
las Naciones Unidad, lo siguiente: “Fue precisamente en la
primogénita de las hijas de España, en el Viejo solar
de Santo Domingo de la Española, donde se discutió,
por primera vez en la tierra, el tremendo problema de la libertad
del ser humano, que es la mayor conquista y el hecho político
de mayor significación en el curso de los primeros veinte
siglos de la era cristiana… Fue, pues, en Santo Domingo donde
por primera vez se afirmo por boca de un ilustre precursor de los
grandes teólogos españoles del Renacimiento, el derecho
de todo hombre inclusive del aborigen de América, todavía
al margen de la civilización, a disfrutar de prerrogativas
que se juzgaron esas afirmaciones, solemnemente proclamadas desde
la cátedra del Espíritu Santo en una ermita ignorada
de la Isla Española, se inicio la mas trascendental controversia
de la Historia.” (Dr. Joaquín Balaguer, 2 de octubre
de 1961).
Otro de los aquí presentes hoy, Nuestro Honorable Señor
Presidente, pudo, también, con voz emocionada y legitimo
orgullo, dar la bienvenida al Papa Juan Pablo II, en si histórica
e imborrable visita a estas tierras, con estas expresivas y veraces
palabras: “Tuvimos la dicha para la cimentación de
nuestra gran fe y para darle forma y vigor a los derechos inherentes
al ser humano, de contar con grandes luchadores de enorme sensibilidad
humana y ardiente espíritu evangelizador… Siguiendo
las predicas humanitarias de aquellos que vinieron del Viejo Continente
con la cruz y el evangelio a salvar las almas de nuestros primitivos
pobladores, e inspirada en las sabias orientaciones de los sucesores
de San Pedro, la Iglesia Dominicana ha estado siempre donde brilla
la justicia y se fortalecen los derechos humanos”. (Don Antonio
Guzmán, 25 de enero de 1979).
Y así es. Ya en tiempos de soberanía nacional pregonan
la labor de la Iglesia en la patria hombres como Portes e Infante,
Meriño, Nouel, Padre Billini, Castellanos y tantos otros,
héroes anónimos en los anales de la historia, que
han sido fermento eficaz de nuestro pueblo y estimulo incesante
de sus gestas y proezas.
Los dominicanos no podemos olvidar que los Fundadores de la Trinitaria
hicieron su juramento en nombre de la Santísima, Augustísima
e Indivisible Trinidad, y que el mas limpio, inspirado y férvido
de Nuestros Padres de la Patria, Juan Pablo Duarte, se expresó así en
la histórica fecha del 16 de julio de 1838; “La Cruz
blanca de nuestra bandera proclama al mundo que la Republica Dominicana
ingresa a la vida de libertad bajo el amparo de la civilización
y del cristianismo”.
Bajo el halito de la Iglesia y como expresión cabal de sus
anhelos y metas, surgieron entre nosotros escuelas, universidades,
hospitales, centros de promoción y mecanismos de asistencia
social y nunca han faltado adalides de la justicia y defensores
insobornables del hombre contra el hombre y del hombre contra los
poderes institucionales o estructurales, abusivos o injustos, de
la sociedad.
La paternidad divina universal, la fraternidad humana fundamentada
en ella y el diseño divino de todo hombre, “imagen
y semejanza de Dios”, dominador progresivo, de la naturaleza
al servicio del hombre y Señor siempre, nunca esclavo de
nadie ni nada (ni aun de si mismo ni aun de la caducidad temporal
y terrestre), que proclama, la Iglesia como punto central de su
mensaje, posee una profundidad insospechada y tiene unas proyecciones
inconmensurables.
Donde haya una cadena que romper, allí deberá estar
y estará la Iglesia.
Siempre que haya que encender una luz poderosa sobre el hombre –sobre
su origen, destino o dignidad, allí deberá estar
y estará la Iglesia.
Si la Iglesia es fiel a si misma, solamente podrán hablar
de ella en términos de alineación o intromisión
indebida, los que la desconozcan totalmente o la quieran destruir
o amordazar para delinquir contra el hombre impune y villanamente.
El camino del cielo para el hombre, según la Iglesia, pasa
por los caminos de la tierra. Y estos caminos deben ser andados
con laboriosidad y responsabilidad, con solidaridad fraternal,
con justicia y equidad, y con amor, en espíritu de adoración
y fidelidad a Dios.
No queremos, sin embargo, decir con todo esto que la acción
de la Iglesia, bajo la responsabilidad, frágil y débil,
de los hombres, no haya tenido entre nosotros sus claudicaciones
y sus parpadeos.
Pero fue siempre eso, fragilidad, debilidad y traición del
hombre, jamás, caducidad o insuficiencia de la Iglesia.
La Iglesia, depositaria del misterio de Cristo y animada por la
fuerza de lo Alto, tiene siempre vida y fuerza nueva. Y cuando
sus servidores son fieles a ella, resulta defensora, promotora
y dignificadota del hombre.
Nos lo ha recordado el Papa Juan Pablo II en su Encíclica “Redemptor
Hominis”: “La Iglesia no puede abandonar al hombre,
cuya suerte, es decir, la elección, la llamada, el nacimiento
y la muerte, la salvación o perdición están
estrecha e indisolublemente unidas a Cristo. Y se trata precisamente
de cada hombre de este planeta en esta tierra que el Creador entregó al
primer hombre, diciendo al varón y a la mujer “henchid
la tierra y dominadla”… El hombre en la plena verdad
de su existencia (de sus ser personal y a la vez de su ser comunitario
y social) es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión. Es el camino primero y fundamental
de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo y camino que arranca
directamente del Misterio de la Encarnación y de la Redención”.
(Redemptor Hominis, Num. 14)
Una Iglesia dominicana así es la que esta siendo hoy reconocida
y honrada aquí.
Una iglesia así es la que quiere ser nuestra Iglesia dominicana
en el futuro: Servidora fiel de Dios y servidora fiel de los hijos
de esta tierra bendita, protegida siempre por el amor solícito
e inagotable de Nuestra Madre, la Virgen de la Altagracia.
He dicho.
Cardenal Octavio A. Beras
Arzobispo Metropolitano de Santo Domingo.
|